Un regalo de los dioses (VI)
Cuando fue por los cubiertos de bambú pude apreciar a trasluz su hermoso cuerpo, bien proporcionado, delgado y fibroso, con unas piernas largas, delgadas, pero muy bien torneadas a pesar del ejercicio rutinario. Sus pies eran pequeños y los dedos muy separados. Disculpa que te cuente estos detalles, que hasta te parecerán banales, pero mejor prosigo.
Ya sentada le observé, debo confesarlo, casi con descaro, sus senos no muy grandes pero acordes a su bella figura. Hermosos pensé, sonrojándome un poco, son del tamaño perfecto, seguro caben en la palma de mis manos. No sé, quise fantasear, pero no atribuí al suave frío que empezaba a bajar la causa de que sus pequeños pezones se hubieran erizado. Por fortuna leí en su mirada que no le molestaba mi temeridad. Mi mirada directa a su belleza.
Tenía la frente amplia, el cabello cortado por una línea perfecta al lado derecho, unos pendientes grandes con arabescos de oro que lucían hermosos en un orejas que no terminaban en medio círculo sino en un triangulo pegado a la piel. Sus cejas eran delgadas, bien alineadas y hacían juego con la forma oval de sus ojos. Su piel canela era brillante y contrastaba con su hermosa dentadura. Mientras platicábamos se acercaron varios miembros del grupo de baile a preguntar detalles de la próxima presentación y era fácil notar el cariño que le tenían.
Su figura toda, rostro y cuerpo eran armonía total. Cuando reía su rostro se iluminaba y una energía indescriptible se desparramaba a quien estuviera cerca. No podía saber su edad, era extraño pero me parecía que tuviera dos edades, una muy distante de la otra. Por momentos me parecía muy joven pero en enseguida reparaba en sus gestos y la veía como una madurez propia de una mujer varios años mayor. Me vi obligado a preguntarle: ¿Cuánto años tienes? Veintiocho y soy escorpión; me contestó y su mirada implacable parecía presentir el espanto que me causa pensar que la vida ya está arreglada por los movimientos rutinarios de la física. Por eso remató, al tiempo que levantaba la mirada, con un: aunque tú no lo creas, nuestras vidas están regidas por los astros. Dejó escapar una leve sonrisa, a la que cedió un comprensivo: ya lo verás.
Tocaron las últimas canciones, ya nadie salió a bailar. Al ver que el salón se iba quedando vacío pensé que pronto deberíamos partir; el problema era que el español estaba ya fundido con su cara aplastada contra la mesa y yo, como tú sabes, no sé conducir. Pasar la noche dentro de ese lugar de fiesta, a pesar del fresco, parecía la única alternativa. Traté de despertar a mi ocasional amigo, pero nada. No sabía que hacer. Un hombre trató de ayudarme a levantarlo, pero antes del intento cayó de bruces, estaba pasado de tragos. Me senté sin saber qué hacer.
(Continúa)
Esta carta relato (por entregas) es el regalo que en diciembre me envió: Mario Ramírez Orozco
Febrero 10th, 2006 at 2:00
Hum. ¿Sin saber qué hacer?
Febrero 16th, 2006 at 2:46
PROSIGO.